El Atlántico se convirtió en un campo de la muerte cuando los submarinos alemanes se enfrentaron al poderío de la Armada británica. Los asesinos silenciosos pudieron hundir 5200 barcos a finales de la guerra, y casi pusieron a Gran Bretaña des rodillas. Pero en su frenesí de ataques, los alemanes hunden el barco estadounidense de pasajeros Lusitania, matando a casi 2.000 a bordo. La indignación estadounidense ayudó al Presidente Wilson a conseguir acordar en el Congreso la entrada en la guerra. A pesar de la derrota final alemana el submarino se estableció como una arma militar eficaz.